Este modelo económico, utilizado por las ciudades inteligentes o la agricultura de precisión, está enfocado, principalmente, en innovar para optimizar los recursos y mejorar la productividad.
Según la psicología del color, campo de estudio que se encarga de examinar los efectos que causan los colores en nuestras emociones y comportamiento, el amarillo fomenta el pensamiento crítico, la creatividad y la inspiración. Es, además, el color utilizado para representar capacidades humanas como la inteligencia o el conocimiento, por lo que está relacionado con áreas profesionales como la investigación y la innovación. Por todo ello, en los últimos años, al conjunto de actividades productivas centradas en la ciencia y la tecnología se le ha empezado a denominar economía amarilla.
Así como la economía verde apuesta por el desarrollo sostenible o la economía azul intenta imitar los procesos productivos de la naturaleza, el modelo de economía amarilla se enfoca en optimizar la industria para volverla más rentable, utilizando, principalmente, la tecnología.
¿Qué es la economía naranja?
Es un modelo productivo en el que los bienes y servicios que se comercializan tienen un valor intelectual, debido a que surgen de las ideas y del conocimiento de sus creadores. Así, se engloban dentro de este concepto todas las actividades económicas relacionadas con el arte, la cultura, investigación, ciencia, tecnología, etc.
¿Cómo funciona la economía amarilla?
Cuando hablamos de optimizar la industria nos referimos, básicamente, a hacer más con menos recursos, es decir, a reducir los costes al mismo tiempo que se aumenta la producción de bienes o servicios, mejorando la competitividad de las empresas. Y la tecnología es la gran aliada para lograrlo, pues permite incorporar nuevas técnicas y maquinaria capaces de disminuir los tiempos de espera, aportar mayor precisión en los procesos, reducir los fallos o errores, ofrecer más seguridad, entre otras características.
Para entender mejor el aporte de la tecnología en la industria basta con que retrocedamos en el tiempo y miremos cómo funcionaban en el pasado sectores como la agricultura, el transporte o las comunicaciones. Por ejemplo, en el mundo rural las labores cotidianas (siembra, cosecha, mantenimiento, etc.) eran realizadas de forma manual por los agricultores -principalmente con la utilización de animales- hasta que a finales del siglo XIX se empezaron a introducir los primeros tractores que, a su vez, dieron paso a las cosechadoras o segadoras, por nombrar algunas. Hoy en día, los avances tecnológicos hacen posible que labores como sembrar y cosechar se puedan realizar con tractores dotados con piloto automático guiado por GPS (Sistema de Posicionamiento Global, por sus siglas en inglés) o que para fertilizar o fumigar los cultivos se utilicen los drones en la denominada agricultura de precisión.
En el caso del trasporte, la tecnología ha logrado que los vehículos ofrezcan cada vez más prestaciones que facilitan la tarea de los conductores e, incluso, existen coches autónomos que no precisan de nadie que los conduzca. En la industria de las comunicaciones -uno de los sectores que más ha innovado en los últimos años gracias a la tecnología- inventos como Internet, las redes sociales, los teléfonos inteligentes, entre otros, han revolucionado la forma en la que nos comunicamos y consumimos información.
Como vemos, la economía amarilla es sinónimo de innovación y competitividad al servicio de la industria. Sin embargo, un uso excesivo o inadecuado de este modelo productivo podría poner en riesgo el empleo en los sectores donde se desarrolla si únicamente se apuesta por la utilización de la tecnología como alternativa a la mano de obra.
Ejemplo del buen uso de la economía amarilla
Justamente, para evitar que las máquinas, ordenadores o aplicaciones desplacen a los trabajadores, la economía amarilla debe cumplir con ciertas prácticas responsables que no solo se centren en automatizar los procesos y reducir los costes, sino que, además, tengan en cuenta el bienestar de la sociedad y sean capaces de aportar valor añadido con la invención de nuevos productos o servicios.
Un ejemplo a gran escala de este modelo económico son las smart cities (ciudades inteligentes, en inglés), que usan la tecnología para mejorar la calidad de vida de sus habitantes al mismo tiempo que ofrece a las compañías y pymes una oportunidad de negocio para que desarrollen las soluciones tecnológicas necesarias para su funcionamiento. Programas informáticos para monitorear y controlar el tráfico en las calles, sistemas de vigilancia a través de videocámaras para mejorar la seguridad o aplicaciones para reducir el consumo energético en los edificios son algunas de las características que tienen estos núcleos urbanos y para las que se requiere la creación de nuevos perfiles profesionales, así como de nuevas actividades económicas.
Ventajas y desventajas de la economía amarilla
Al incremento en la competitividad del sector industrial también se puede sumar el crecimiento económico, pues gracias al aumento de la producción los países pueden explorar otros mercados con el fin de exportar los bienes o servicios que ahora producen de más. Otra ventaja de la economía amarilla es que, al fomentar la innovación tecnológica, surge la necesidad de formar y atraer personal más cualificado, fortaleciendo la creación de nuevo conocimiento en la sociedad.
Por otro lado, a la desventaja que supone la pérdida de empleos si la economía amarilla no se desarrolla adecuadamente, se añade el riesgo de sufrir fallos técnicos o informáticos a gran escala debido a la dependencia tecnológica. Finalmente, existen países o regiones que no pueden acceder a la tecnología suficiente para impulsar este modelo económico, debido, entre otros factores, a los costes elevados o la escasa infraestructura existente que dificulta su aplicación.