Nuestros hábitos, decisiones y comportamientos no solo definen la forma en la que actuamos y pensamos, también tienen un impacto directo en el medioambiente. La huella ecológica nace como un indicador de sostenibilidad para medir el efecto que nuestro modo de vida tiene en la naturaleza.
Utilizar el coche para ir al trabajo o hacerlo en bicicleta, comer productos de origen local u optar por aquellos de exportación… Nuestra forma de vida define también nuestra manera de cuidar el medioambiente. Toda nuestra actividad diaria tiene un efecto directo en el planeta, el cual atraviesa por una crisis climática que, de no ser solventada a tiempo, su efecto devastador se convertirá en irreversible.
Según prevé el informe “Unidos en la Ciencia 2020”, compilado por la Organización Meteorológica Mundial (OMM) bajo las pautas del Secretario General de las Naciones Unidas, entre 2016 y 2020 hemos experimentado el quinquenio más cálido de la historia, registrando 1,1ºC más de temperatura media global que en la época preindustrial. Entre las causas que han agudizado el clima extremo, se encuentra el aumento de concentraciones de gases invernadero como el CO2.
La huella ecológica: nuestra actividad, reflejada en el planeta
El principal fin de este indicador sostenible es medir el terreno necesario para producir una actividad y que la biocapacidad del planeta pueda asumir los residuos que se generan en ella. Aplicado a la actualidad, los datos son contundentes: el consumo de recursos y la producción de residuos son excesivamente superiores a lo que puede soportar nuestro planeta.
Aunque hay distintas clasificaciones de huella ecológica, podemos definir cuatro grandes tipos:
El Informe del Planeta Vivo (IPV) de WWF afirma que en 2050, si no cambiamos nuestros hábitos, necesitaríamos 2,5 planetas Tierra para soportar nuestra actividad. Causas como la deforestación, la agricultura insostenible o las prácticas ilegales de explotación de recursos han agudizado la brecha de la biodiversidad, disminuyendo, por ejemplo, en un 68% las especies de vertebrados en nuestros ecosistemas desde los años setenta.
Esta huella ecológica conlleva una huella social, que aumenta una brecha con los colectivos más vulnerables. Para reducirla, apostar por sistemas más sostenibles significa no solo hacer un uso responsable de los recursos, sino también fomentar el comercio justo y el progreso económico de las personas.
En consecuencia, el compromiso en la lucha contra el cambio climático y la contribución hacia un crecimiento sostenible deben ser asumidos tanto por organizaciones como por particulares, siendo conscientes de nuestro papel para revertir esta situación y avanzar hacia una economía verde.